Las leyendas de los indios Pueblo de Centroamérica, grabadas con mimo en los ladrillos de adobe de sus chozas centenarias, dicen que Arturas Filvit nació de un bostezo de la selva la noche en que tres feroces jaguares perdieron al mus simultáneamente. De eso hace ya mucho, y la selva lituana ya no es lo que era, así que supondremos que este fenómeno de la naturaleza vio la luz en Vilnius tras un categórico nihil obstat emitido a modo de beneplácito por monseñor Pánfilo de Narváez, dueño del mundo en aquella época.
Al soplar las tres velas de su tarta de cumpleaños, nuestro Arturas comprendió que esas dos palabras (soplar y velas) iban a ser el leit motiv de su carrera. Efectivamente, se enroló como grumete en un barco atunero y sin encomendarse ni a Ocaña aparejó rumbo a las islas Canarias con el único equipaje que le permitían sus setecientos baúles forrados de borreguillo.
No pescó más que una sardina malaya en las costas de las islas Cíes (hoy puede verse ese ejemplar en salmuera en el museo CBGB de Valdeorras), así que nada más desembarcar en Las Palmas, el capitán, todo un gentleman moscovita de bigotes lluviosos, lo despachó con una buena dosis de patadas en las axilas.
Tres semanas y media pasó nuestro héroe deambulando por las calles canarias sin nada que echarse a la boca (para él su sardina era sagrada, y así seguiría hasta el fin de sus días). Tan muerto de hambre se le veía, que los transeuntes se dirigían a él sacando sus juegos de ouija y sus patas de conejo. Todo un espectáculo.
El señor Filvit probó de todo: paragüero condestable, limosnero de salón, carpintero zurdo, filósofo a media jornada, televidente… En nada triunfó, así que, dada su tremenda envergadura, decidió ser boxeador.
Pero era esta una profesión que no casaba muy bien con su carácter afable y algodonoso, así que pensó que lo mejor sería suavizar lo de boxeador con algo más del gusto del populacho y las oenegés. Así es cómo llegó a ser mundialmente famoso como el boxeador ecológico o, lo que es lo mismo, el fenomenal Carlton Maizes.
El resto es historia, y la dejamos para los libros. Baste decir que hasta con los guantes puestos es capaz de tocar un do bemol en un bajo. Casi nada.
2 Comments:
Ay Archibald! Cómo me gustan siempre tus historias. Más, más, más. Plas, plas, plas. Costeleta dixit
Gracias y lluvias mil, doña Coste. Todavía recuerdo aquel verano del 57, cuando yo era la estrella de los Tigres de Detroit y blablablá blablablá (me refiero a aquella historia de la señorita Elvirita y su profesor de marionetas de viaje por Tailandia).
Era una historia un poco moñas, ¿no?
¡Qué tiempos, señor, qué tiempos!
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