Nació en Catanzaro, en plena región de la Calabria italiana, en el año del frío. Su infancia no son más que recuerdos de un patio de Sevilla pegado a un transistor. Por más que sus padres le dijesen que estudiara para un matrimonio in articulo mortis, sus amigotes le empujaron a una vida disipada y escabrosa.
Así, participó junto a su compadre Gabrielle D’Annunzio en la toma de Fiume, donde fue herido en uno de sus lóbulos con un tenedor adversario, obligándole a permanecer once años en el Sanatorio Internacional de la Banca del Palatino. Allí descubrió, por obra y gracia de Emmuska Blakeney, una devota enfermera húngara, lo que sería la gran pasión de su vida: el soplado de botellas. Casi no han llegado a nuestros días botellas modeladas por las espiraciones del gran Amelio, pero lo cierto es que hizo gran fortuna vendiendo su vidrio por todo el Sacro Imperio.
Mal asunto es el ser bravucón, y don Amelio lo era como ninguno. Cansado de que el populacho atribuyese a Sartre aquellas palabras de “Estoy adorable con mi vestidito de ángel”, ofreció la suma de mil florines a quien encontrase la famosa frase en alguna de las obras del francés. Huelga decir que se arruinó. Desde las más remotas regiones de la península de Kola peregrinaban las gentes hasta la casa de Amelio para recoger su bolsa. Dieciocho años duraron las colas ante su mansión, abarrotando la calle Garibaldi ante la impotencia de los tenderos y las putanas.
Fue entonces cuando Amelio decidió dar un vuelco a su vida y empezar de cero. Se trasladó con su amigo Polidori a la costa marsellesa, compró setenta mil hectáreas de terreno edificable y montó una moderna y ergonómica fábrica de conservas a la que bautizó con el sonoro nombre de Corrusco Mar. Desde entonces el signore Corrusco alimenta a noventa decenas de familias.
En sus ratos libres programa bases rítmicas.
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